La obra de Enescu, en buena medida desconocida, acaba de llegar a Londres en la producción de La Fura dels Baus
A Yehudi Menuhin, tan recordado en este año de su centenario, se le
inflamaba la mirada cada vez que hablaba de George Enescu. Estaba dando
clase con él en París cuando, en 1927, apareció repentinamente Maurice
Ravel y le pidió que tocaran juntos para su editor esa misma tarde su
recién compuesta sonata para violín y piano. La leyeron al punto desde
el manuscrito, deteniéndose y comentando algunos pasajes difíciles de
descifrar. Ravel propuso repasarla una segunda vez y Enescu la tocó
entonces sin partitura, pues ya había memorizado e interiorizado todas y
cada una de sus notas. Era capaz de tocar al piano y cantar todos los
personajes, también de memoria, de las grandes óperas de Wagner y su
cabeza atesoraba al parecer los sesenta volúmenes de la antigua Edición
Bach. Violinista, pianista, director de orquesta, compositor, políglota:
el talento del memorioso Enescu no conocía límites.
Música de George Enescu. Johan Reuter, John Tomlinson, Sarah
Connolly y Sophie Bevan, entre otros. Coro y Orquesta de la Royal Opera
House. Dirección musical: Leo Hussain. Directores de escena: Àlex Ollé y
Valentina Carrasco. Royal Opera House, 23 de mayo.
Su ópera Oedipe, estrenada en París en 1936, pero compuesta varios años antes, exactamente al tiempo que Arnold Schönberg daba forma a su Moses und Aron,
era su obra más querida, la que más esfuerzos le exigió, aquella cuya
partitura reposaba siempre sobre su mesilla de noche a fin de poder
incorporar cualquier ocurrencia sobrevenida. Desdichadamente, y a pesar
del enorme éxito alcanzado en su estreno, Oedipe sigue siendo una ópera en buena medida desconocida, lo que condice mal con su condición de incontestable obra maestra.
A Londres acaba de llegar por primera vez en la producción de La Fura dels Baus
estrenada en el Teatro de la Monnaie de Bruselas en 2011, si bien ahora
con un reparto muy mejorado, especialmente en el extenuante papel
protagonista, que carga sobre sus hombros con buena parte del peso de la
ópera, cuyos personajes secundarios piden también a gritos cantantes de
gran fuste, circunstancias ambas que amedrentan no poco a los
programadores de los teatros. Pero cuando consiguen encajarse todas las
piezas, el impacto es seguro y certero, como acaba de verse en el Covent Garden, y surge el deseo natural de volver a disfrutarla y el proselitista de que muchos otros puedan también conocerla y admirarla.
Compuesta en París en una época en la que estaba de moda volver al
mundo clásico que vio nacer la ópera en el tránsito del Renacimiento al
Barroco, el Oedipe de Enescu es una obra mucho más personal y ambiciosa que sus coetáneas Antigone de Honegger y Oedipus Rex
de Stravinski, ambas sobre textos de Jean Cocteau. El rumano, con su
excelente libretista Edmond Fleg, parte de Sófocles, pero lo
reinterpreta laxamente, construyendo una ópera mucho más
antropocéntrica, con un protagonista fieramente humano, que al final se
redime merced tanto al sufrimiento al que lo ha abocado
involuntariamente un destino prefijado desde antes de nacer como a su
afán permanente de conocimiento. Johan Reuter, en un alarde físico y
vocal, compuso un Edipo que va completando su vía crucis hasta que,
bañado literalmente de luz, abandona el escenario en un final catártico:
ha tenido que cegarse a sí mismo para poder ver.
Una de las escenas clave de la ópera, el tenso diálogo apotropaico
entre la Esfinge y Edipo, no fue, sin embargo, la mejor interpretada, y
el demérito lo compartieron una poco rotunda Marie-Nicole Lemieux y una
dirección también demasiado blanda y algo apresurada de Leo Hussain, que
fue ganando confianza y empaque según fue avanzando la representación,
dando lo mejor de sí en el poético e intimista cuarto acto. El lento glissando
ascendente que acompaña la muerte del Oráculo, por ejemplo, y que
Enescu confía a un solo de sierra musical (un modesto instrumento
habitual entre los músicos callejeros parisienses de la época) apenas se
oyó y su efecto, bien realizado, es portentoso. Pero esa y otras
carencias puntuales se compensaron con grandes aciertos en el perfilado
de los personajes: el imponente Tiresias del veterano John Tomlinson
(especialmente en el primer acto), la sutil Yocasta de Sarah Connolly,
la delicada Antígona de Sophie Bevan, el noble Teseo de Samuel Dale
Johnson o los muy notables Creonte y Forbas de los coreanos Samuel Youn y
In Sung Sim, respectivamente.
Todos se sintieron cómodos en la magnífica escenografía de Alfons
Flores y con la sobria dirección escénica de Àlex Ollé y Valentina
Carrasco, que arranca de forma impactante y que está concebida como un
perfecto palíndromo: arcaizante en prólogo y epílogo (nacimiento y
muerte) y modernista en los dos actos centrales (juventud y madurez).
Fueron justamente aplaudidísimos en el estreno e inaugurarán aquí nueva
temporada con Norma. En la que fue su ciudad de acogida durante décadas, Yehudi Menuhin habría contemplado extático este gran éxito post mortem de su maestro. Ojalá cunda el ejemplo.
Un gran Edipo sin complejos
4/
5
Oleh
Amparo Montejano